miércoles, octubre 26, 2005

Sinestesia

[...]

Cierto es que no me hago publicidad pero la tengo vetada y la persigo si no es con fines comerciales. Pretendo escribir aquí con más frecuencia y rigor (digamos un post a las semana, los sábados o los domingos), un poco de género narrativo que se hace más dulce para las gentes, ostracismo al ensayo, destierro a la noticia de metablog.

Si no fuera porque confío ciegamente en mí, porque me sé válido, no lucharía por estas cosas.

Y ahora, poesía

sábado, octubre 22, 2005

Género humano

Recién salido de las yemas de mis dedos, un cuento.

Género humano

Se veían desde hacía años. Desayunaban casi todos los días a la misma hora en la misma cafetería. Se sentaban en la misma mesa y cuando el peso del deber no les convertía en autómatas, se comunicaban, gesticulaban e incluso, a veces, reían. Se caían bien porque en realidad no se conocían demasiado.

Un día, un jueves, quisieron conocerse mejor. Durante la última semana, una semana plana y agradable como una jornada en velero con calma total, se habían visto de buen humor. Habían reído mientras ella explicaba una curiosa costumbre consistente en poner la mantequilla sobre la mermelada ofreciendo sólidas razones para tal extravagancia. Él se había sonrojado contándole algunas experiencias sexuales y ella, con una sonrisa divertida, le había ruborizado aún más al amagarle un gesto muy obsceno.

Ella le pidió su número de teléfono un jueves.

Él la llamó un viernes.

Se vieron aquel sábado.

No tenían motivos para ponerse nerviosos. Ambos eran adultos y creían conocerse lo suficientemente bien como para tener la mutua confianza que tolera incorrecciones y salidas de tono. Tenían un código propio y muchos recuerdos... no en común, pero sí compartidos. Si él hubiera hablado con sorna de un limpiador de cristales ella se habría molestado ligeramente y le habría recordado a cierta domadora de leones. Al entrar, él le estrechó la mano con toda educación y la llamó por su apellido. Ambos habían reído.

La noche había acabado bien, por supuesto. ¡Muy bien! Ya se sabe: gemidos, sudor con olor a almizcle y piel. Con la luz apagada y con mucho compromiso aplicado como en apósito de caricias y besos.

Ella se despertó a la mañana siguiente, desnuda, por supuesto, y con la casa medio en ruinas. En riguroso homenaje a los clásicos, extendió la mano para buscarlo pero no encontró más que sábanas blancas. Abajo, en la cocina, la vajilla de la cena estaba limpia y escurriendo. De él, ni rastro.

El lunes habían de verse, porque llevaban haciéndolo durante los dos último años, en la cafetería. Ella estuvo puntualmente allí, con el mismo aspecto -prenda más, prenda menos- que había lucido aquel mismo sábado en compañía en su propia cama: los labios hinchados, el pelo suelto y una sonrisa encendida en la mirada.

Se pasó el momento, ella no había desayunado. Miraba la hora en su teléfono móvil y a cada mirada que le echaba, su ansiedad crecía, por la proximidad creciente del momento en el que habría tenido que sumergirse en redactar algún estúpido informe y por la ausencia de toda clase de señales suyas de vida.

Le había dado vueltas al asunto y había llegado a la conclusión de que siendo, como era, mayorcita, una estúpida aventura no era justificación para una ausencia. Se puso sus gafas de cerca y se recluyó en su cubículo. El trabajo intenso le habría hecho olvidar o por lo menos le habría adormecido cierta conciencia de lo sucedido, pero el trabajo no era intenso, era aburrido, tenue y repetitivo.

Al día siguiente, ella con el corazón en un puño, había esperado aún en la cafetería. Le robó diez minutos de vida a su trabajo con la esperanza de que pasara algo. Si él no llegaba… que cayera al menos un meteorito, ¡que fuera testigo de un atraco!
El trabajo seguía siendo aburrido y ni siquiera en siendo agotador habría bastado, podía apreciarlo.

El miércoles, después de llegar una hora antes a la cafetería y de haber leído todas las caras que habían cruzado esa calle, se le ocurrió buscar noticias en los periódicos: asesinados, muertos en accidentes de tráfico, buscados por la policía, amnésicos recluidos, personas en planes de protección de testigos… ¡No quería ir al registro civil! No quería buscarlo en su lugar de trabajo y desde luego no iba a marcar ese maldito número de teléfono.

El jueves, con la mirada aún en la calle, se convenció de que alguien estaba huyendo de ella y le quitó hierro al asunto. Se conocieron desayunando y aunque los dietistas dijeran que el desayuno era un plato fuerte, ella siempre se había conformado con un zumo de naranja o con un café. Él había demostrado ser una especie de criatura repugnante que no merecía un plato de comida hecha en el día, que no merecía una mirada que no fuera de asco. Se forzaba a borrarlo de su memoria y se explicaba a sí misma que no tenía sentido esperar a una vil rata como él. Por supuesto todo el asunto le molestaba y era estúpido negárselo a una misma… le dolía el alma, más que por habérsele deshecho un amante en la nada, por haber perdido a un amigo y por haber encontrado a alguien que le demostrara que el mundo era un lugar un poco peor de lo que ella había creído, y que no se tratara de un asesino en serie o de un político, sino de una persona en la que ella había creído. Se sentía profundamente desengañada, no ya por él, sino por lo hueco que había resultado estar todo, a pesar de la pátina de romanticismo del desayuno, de la pátina de confianza de la relación, del aparente respeto y del cariño.

El viernes, él la encontró en la barra de la cafetería. Ella atravesaba un periódico con la mirada casi perdida. Contra todo pronóstico no sujetaba el diario del revés, tan sólo leía un párrafo del papel y alternadamente, otro del disco rayado de su cabeza: el de su cabeza le hacía olvidar lo que había visto impreso, así que cada línea del periódico tenía que leerla por lo menos dos veces para asimilarla.

Él tenía una sonrisa tranquila. Se sentó a su lado y con toda naturalidad pidió al camarero lo que siempre había pedido, como si el viernes hubiese sido el primer día de la semana. Él le sonrió a ella, le dio un beso en la comisura de los labios y le preguntó por el aspecto desmejorado que tenía. Cuando ella reparó en él, se quedó bloqueada. No supo reaccionar.

En el mismo instante en el que leyó en la mirada de él una completa inocencia, en el que supo que allí no había maldad, sino simplemente... nada racional; en el mismo momento en el que comprendió que jamás podría relacionarse con una persona como él sin sufrir de forma desmesurada de pura incomprensión, se rompió en mil añicos.

El camarero sacó escoba y recogedor. Él, con una expresión un tanto atónita, lo despachó.

- Descuide, es mi amiga, ya la recojo yo.

Barrió el suelo y echó los pedazos en una bolsa de plástico. Se guardó en el bolsillo un poco de polvo de recuerdo.

Cuando los basureros se llevaron aquella misma noche los desperdicios de la cafetería, no sabían que un poco de la materia del universo se había desvanecido, violando una de las leyes fundamentales de la física, de lo estrictamente racional.

Él no se sorprendió cuando al lunes siguiente vio que su bolsillo se había quedado vacío. Habría pronunciado una disculpa pero sabía que ella ya no era ni siquiera un recuerdo. Le dolía que ocurrieran estas porque no era cierto que no tuviera alma. Marcó con una equis en rojo un calendario prácticamente sin usar y silbando una melodía, se ajustó la corbata para irse a trabajar.

jueves, octubre 20, 2005

El sueño de Jonás

Ante el aluvión de quejas, y teniendo en cuenta que tengo por sistema no cumplir lo que anuncio, traduzco el cuento del anterior post.

Ahora que me traduzco y me leo después de más de dos años... casi lo veo como un exorcismo. Además, veo bastantes fallos que he preferido respetar y no me acaba de convencer del todo algo del fondo de la cuestión (un poco naïve), pero creo que tiene un par de ideas buenas. Nada de segundas ediciones, sólo una traducción:

El sueño de Jonás

Jonás había dejado pasar el tiempo sin darse cuenta, sin entender nunca nada.
Rondaba la treintena pero nunca había hecho ninguna salvajada, nada anormal. Tan sólo había dejado pasar la vida, sin hacerse daño, sin hacerle daño a nadie. Nunca se había batido por una causa ni material ni espiritual, nunca había experimentado una vivencia atroz, nunca un verdadero amigo muerto, nunca una mujer con el corazón destrozado. Solamente había vivido en la ilusión de que el mudo no tenía que ver con él. Dejaba pasar los días como si el vivir no fuera sino una inevitable molestia. Vivía, sí, pero no del todo. Cuando de noche se iba a la cama, el terror le asfixiaba. Tardaba horas en dormirse, y ciertas noches, se prometía que el día siguiente habría sido el inicio de una nueva vida.
No es que quién sabe cuáles dudas existenciales lo atormentasen, pero a veces sentía que había perdido demasiado tiempo, que nunca había hecho nada digno de ser recordado, que no era en especial en absoluto. Bueno para nada. Evitó las aventuras cuando se le presentaron y nunca creía en la palabra dada. Se obstinaba en juzgar a las personas pero no se implicaba en sus vidas. ¿Creía Jonás en algo?
Si Jonás hubiese vivido en nuestros días, habría terminado en un minúsculo apartamento en algún barrio secundario de la periferia, obrero en una fábrica o empleado en alguna oficina aun más gris que sus pensamientos. Quizás una noche habría oído por la ventana el sonido de un saxofón en las manos de un virtuoso que se prodigara entre los oídos menos dignos de una manera inaceptable para cualquiera con más altas ambiciones que aquel. Habría quizás comprendido que él no sabía hacer nada tan bien como aquel tocaba el saxofón y por tanto se habría deprimido aún más. Quizás se habría dado la muerte. Si hubiese sido así, seguramente habría terminado como una pequeña necrológica en algún diario secundario de una provincia de segunda. O acaso: “Se suicida por haberse implicado en asuntos oscuros”, habrían especulado los periodistas, a la caza de estúpidas noticias que acallaran la sed de morbo y de fealdad que el pueblo necesita para sobrevivir. No habrían intuido, o habrían considerado menos rentable la verdad: aquel hombre había muerto porque el sonido de un metal le había hecho comprender que simplemente había fracasado en la vida.
“Hoy” habría soñado escuchar Jonás, días antes, por boca de una conciencia superior, de un hipotético Ángel de la Guarda “conocerás a alguien que te hará cambiar tu vida. Aprovecha la oportunidad y hazte presente cuando el Destino llame a tu puerta”. Un vulgarísimo oráculo digno del peor astrólogo encargado de los horóscopos con instrumentos inadecuados, cartas celestes equivocadas e nociones falsas sobre astrología.
Aquel día, sin embargo, Jonás se habría levantado de su lecho con el ánimo pleno y creyendo en sortilegios y en supersticiones, habría salido a la calle con una sonrisa en la cara. Habría sido un bonito día de primavera y todo habría estado en su lugar. Entonces él habría conocido a alguien capaz de convertirse en su mitad y en su meta, de completar aquello que a él le faltaba. Quizás fuera una bella mujer la que colmase sus deseos. Quizás un querubín emprendedor con interesante proposiciones que hacer. Acaso un gran empresario, perdido amigo de confianza de Jonás llegado del más lejano pasado. Pero, en cualquier caso, la expresión del rostro de Jonás habría comunicado confianza y entusiasmo. Jonás se habría presentado entonces a su superior e la oficina, o a su capataz en la fábrica y habría presentado una renuncia. Sus compañeros le habrían tachado de imprudente «Non se puede» habrían marujeado entre ellos «dejar un trabajo digno como éste en un país en donde el trabajo de bien no existe», pero, en las profundidades de sus respectivas almas, le habrían envidiado. Uno que recorría el camino a la perdición en el sentido opuesto.
Jonás se habría encontrado al día siguiente con aquel que, se le había augurado, debía cambiarle la vida. Habrían bebido un par de cafés en un antiguo Rick’s y habrían acabado, quizás, en un bonito hotel, en un lugar menos sórdido.
Quizás habrían visitado un hermoso local donde habrían proyectado instalar un bar con mucho glamour.
Sea como fuere, aquella noche Jonás habría tenido aún una bonita sonrisa en la cara y habría empleado horas en dormirse. Los números le habrían bailado en la cabeza al ritmo de las agujas del reloj que en ese momento habría tocado las dos de la madrugada. Quizás habría soñado con escenas románticas con su enamorada.
A la mañana siguiente, alguien le habría dado aún alguna buena noticia. Todavía buenas expectativas. Una vida normal que se presentaba llena de flores, de bellos colores. Un futuro, un capital, una pareja… ¿Quién sabe?
Las cosas se habrían precipitado a un final no feliz…
- Perdone -habría oído pronunciar a una voz desconocida al otro lado del auricular- pero se ha equivocado de número, aquí no hay ninguna Bérthe.
- Pero… ¿está usted seguro de que ese es el 925556754?- habría preguntado Jonás- Ella dijo que…
- ¡Por supuesto que sí!- le habría interrumpido la voz al aparato- me excuse, señor, resígnese, aquí no hay ninguna señorita con ese nombre. Hasta la vista. – Habría acabado la llamada.

Acaso, consultando movimiento de su cuenta en el banco, habría encontrado bonitos números rojos allá donde antes hubiera muchos dineros ganados con gran esfuerzo. Su trabajo, perdido. Un futuro aun más negro, y quizás el corazón destrozado. Es verdad que aquel que se empeña en ello, se las puede arreglar para salir delante de las más negras situaciones. Pero Jonás, creyente en sortilegios y en supersticiones, no habría pensado en ello. Jonás habría escuchado a aquel diletante. Ese sonido lóbrego en mitad de la noche oscura, en un barrio tenebroso de una gris ciudad.
A Jonás le habría faltado algo… un poco de voluntad acaso, un pensamiento más frío y calculado, quizás. Jonás se habría obstinado en escuchar esa música y se habría dejado arrastrar por un torrente de violentas y arrolladoras emociones de vacío absoluto y habría olvidado haber sido feliz nunca. La primera lágrima que cayera al suelo le habría recordado la muerte de su padre. El suspenso cuando en párvulos no había sabido recitar de memoria un poemilla. El tortazo recibido cuando, de niño había intentado besar a Alba. Se habría mirado las manos. Habría estrechado los puños para darse fuerzas. Un vacío en la boca del estómago le habría recordado su profunda miseria y después de un desconsolado llanto, hipando, se habría matado de alguna forma romántica.
Pero Jonás no vive en nuestros días. Jonás sobrevivía en el vientre de una ballena y empezaba a creer en algo. No se preocupaba por las altas emociones que llevan a la muerte y experimentaba una elevación mística.
Empezaba a confiarse a Dios.

sábado, octubre 15, 2005

Il sogno de Giona

Tirando, para variar, de cosas que están escritas desde el año de la polka, en italiano porque me sale de los cojones y ni estoy para traducir, ni ha de ser traducido, ni revisado. Mañana escribo otra cosa. Aquí:

Il sogno di Giona

Giona aveva fatto passare il tempo senza rendersene conto, senza mai capire niente.
Era sulla trentina ma non aveva mai fatto niente di selvaggio, niente di anormale. Aveva soltanto lasciato passare la vita, senza farsi mai del male, senza mai fare del male a nessuno. Non si era mai battuto per una causa né materiale né spirituale. Mai un’esperienza atroce. Mai un vero amico morto in vita sua. Mai una ragazza col cuore spezzato. Era soltanto vissuto nell’illusione che il mondo non c’entrasse con lui. Faceva passare le giornate come se il vivere non fosse che un inevitabile fastidio. Viveva sí, ma non del tutto. Quando la sera si coricava, il terrore lo annegava. Impiegava ore e ore ad addormentarsi, e certe notti si prometteva che il giorno seguente sarebbe stato l’inizio di una nuova vita.
Non è che chissá quali dubbi esistenziali lo tormentassero, ma a volte sentiva di aver perso troppo tempo, di non aver mai fatto niente di degno da ricordare, di non essere per niente speciale. Buono a nulla. Evitó le avventure quando gli si presentarono e non credeva mai alla parola data. Si ostinava a giudicare le persone ma non si faceva coinvolgere nelle loro vite. Credeva Giona a qualcosa?
Se Giona fosse vissuto nei giorni nostri, sarebbe finito in un minuscolo appartamentaccio in un qualche secondario quartiere di periferia, operaio in una fabbrica o impiegato in un qualche ufficio ancora piú grigio dei suoi pensieri. Magari una notte avrebbe sentito dalla finestra il suono di un sassofono in mano a un virtuoso prodigante fra gli orecchi meno degni in un modo inaccettabile per qualsiasi altro con piú alte ambizioni di questo. Avrebbe forse capito che egli non sapeva fare niente tanto bene quanto quello toccava il sassofono e quindi si sarebbe depresso ancora di piú. Forse si sarebbe dato la morte. Se cosí fosse stato, sicuramente sarebbe finito come una piccola necrologica in un qualche secondario giornale di secondaria provincia. Oppure: “Uomo suicidatosi perché implicatosi in un qualche oscuro affare”, avrebbero specolato i giornalisti alla caccia di stupide notizie che acquietassero la fame di morbo e di bruttezza che il popolo necessita per sopravvivere. Non avrebbero intuito, o avrebbero considerato meno rentabile la verità: quell’uomo era morto perché il suono di un sassofono gli aveva fatto capire che aveva semplicemente fallito nella vita.
“Oggi” avrebbe sognato di ascoltare Giona giorni prima da una coscienza superiore, da un ipotetico angelo custode “conoscerai qualcuno che ti fará cambiare vita. Aproffitta l’opportunitá e fatti presente quando il Destino bussi alla tua porta”. Un volgarissimo oracolo degno del peggior astrologo incaricatosi degli oroscopi con degli strumenti inadeguati, carte sbagliate e indicazioni false.
Quel giorno, peró, Giona si sarebbe alzato dal suo letto con l’animo pieno e credente in sortilegi e superstizioni, sarebbe uscito per la strada con un sorriso in faccia. Sarebbe stata una bella giornata di primavera e tutto sarebbe stato a posto. Allora egli avrebbe conosciuto qualcuno capace di diventare la propria metá e la propria meta, di completare ció che a lui mancava. Forse sarebbe stata una bella ragazza a colmare i suoi desideri. Forse un bel ragazzo imprenditore con interessanti proposte da fare. Forse sarebbe stato un grande imprenditore, fidato amico perduto di Giona arrivato dal piú lontano passato. Ma in ogni caso, l’espressione del volto di Giona avrebbe comunicato fiducia ed entusiamo. Giona sarebbe allora andato dal suo superiore in ufficio o dal suo capomastro, e avrebbe presentato la rinuncia. I suoi compagni di lavoro lo avrebbero criticato da imprudente «Non si può» avrebbero sparlato tra di loro «lasciare un lavoro degno come questo in un Paese dove il lavoro per bene non c’è», ma nel profondo delle loro anime lo avrebbero invidiato. Qualcuno che percorreva la strada della perdizione nel senso opposto.
Giona si sarebbe trovato il giorno dopo con colui che, gli era stato auspiciato, gli avrebbe dovuto cambiare la vita. Avrebbero bevuto un paio di caffé in un qualche antico Rick’s e sarebbero forse finiti in un bell’albergo, in un posto meno sordido. Forse avrebbero visitato un bel locale dove avrebbero progettato di installare un bar con molto glamour.
In ogni caso, quella sera Giona avrebbe avuto ancora un bel sorriso in faccia, e avrebbe tardato ore ad addormentarsi. I numeri gli avrebbero danzato in testa, al ritmo delle lancette dell’orologio che in quel momento avrebbe suonato le due del mattino oppure avrebbe forse sognato delle romantiche scene con quella ragazza amata.
Il mattino dopo qualcuno gli avrebbe dato ancora qualche bella notizia. Ancora belle aspettative. Una vita normale gli si prometteva piena di fiori, di bei colori. Un futuro, un capitale, formare una coppia... Chissá.
Le cose si sarebbero precipitate peró verso una non lieta fine...
- Mi scusi - si sarebbe sentito dire da una voce sconosciuta attraverso il telefono- ma lei ha sbagliato numero, da noi non c’è nessuna Bérthe.
- Ma... ¿Lei è certo che quello sia il 92 555 67 54? - Avrebbe risposto Giona- Bérthe disse...
- Ma sí! - Lo avrebbe interrotto la voce al telefono - Mi scusi, signore, si rassegni. Qua non c’è nessuna signorina di nome Bérthe. Arrivederla. - sarebbe finita la telefonata.
Oppure, cercando di consultare movimenti del conto bancario, avrebbe trovato dei bei numeri rossi dove avrebbe dovuto trovare tanti di quei duramente guadagnati quattrini. Il suo lavoro in ufficio, in fabbrica, perso. Un futuro ancor piú nero, e magari il cuore spezzato. È vero che colui che si impegna se la può cavare e può uscire dalle piú nere situazioni. Ma Giona, credente in sortilegi e superstizioni, non avrebbe pensato a questo. Giona avrebbe ascoltato quel dilettante. Quel cupo suono in mezzo alla buia notte, in un oscuro quartiere, in una grigia cittá.
A Giona avrebbe mancato qualcosa... un po’ di volontá magari, un pensiero piú freddo e calcolato, forse. Giona invece si sarebbe ostinato ad ascoltare la musica e si sarebbe fatto trascinare da un torrente di violente e travolgenti passoni di vuoto assoluto e avrebbe dimenticato di essere mai stato felice. La prima lacrima caduta a terra gli avrebbe fatto precipitare nella miseria delle miserie. Avrebbe ricordato la morte del padre. La bocciatura quando allievo della scuola elementare non aveva saputo recitare la filastrocca. Lo schiaffo quando ancora bimbo cercó di baciare Alba. Si sarebbe guardato le mani. Avrebbe stretto i pugni per cercare di darsi forza. Un vuoto in bocca allo stomaco gli avrebbe fatto ricordare la sua profonda miseria e dopo uno sconsolato pianto, singhiozzando, si sarebbe dato la morte in un qualche romantico modo.
Ma Giona non vive nei giorni nostri. Giona campava tra veglia e sonno nel ventre di una balena, e stava incominciando a credere a qualcosa. Non si curava delle alte emozioni che portano alla morte e provava una elevazione mistica.
Incominciava ad affidarsi a Dio.