sábado, octubre 22, 2005

Género humano

Recién salido de las yemas de mis dedos, un cuento.

Género humano

Se veían desde hacía años. Desayunaban casi todos los días a la misma hora en la misma cafetería. Se sentaban en la misma mesa y cuando el peso del deber no les convertía en autómatas, se comunicaban, gesticulaban e incluso, a veces, reían. Se caían bien porque en realidad no se conocían demasiado.

Un día, un jueves, quisieron conocerse mejor. Durante la última semana, una semana plana y agradable como una jornada en velero con calma total, se habían visto de buen humor. Habían reído mientras ella explicaba una curiosa costumbre consistente en poner la mantequilla sobre la mermelada ofreciendo sólidas razones para tal extravagancia. Él se había sonrojado contándole algunas experiencias sexuales y ella, con una sonrisa divertida, le había ruborizado aún más al amagarle un gesto muy obsceno.

Ella le pidió su número de teléfono un jueves.

Él la llamó un viernes.

Se vieron aquel sábado.

No tenían motivos para ponerse nerviosos. Ambos eran adultos y creían conocerse lo suficientemente bien como para tener la mutua confianza que tolera incorrecciones y salidas de tono. Tenían un código propio y muchos recuerdos... no en común, pero sí compartidos. Si él hubiera hablado con sorna de un limpiador de cristales ella se habría molestado ligeramente y le habría recordado a cierta domadora de leones. Al entrar, él le estrechó la mano con toda educación y la llamó por su apellido. Ambos habían reído.

La noche había acabado bien, por supuesto. ¡Muy bien! Ya se sabe: gemidos, sudor con olor a almizcle y piel. Con la luz apagada y con mucho compromiso aplicado como en apósito de caricias y besos.

Ella se despertó a la mañana siguiente, desnuda, por supuesto, y con la casa medio en ruinas. En riguroso homenaje a los clásicos, extendió la mano para buscarlo pero no encontró más que sábanas blancas. Abajo, en la cocina, la vajilla de la cena estaba limpia y escurriendo. De él, ni rastro.

El lunes habían de verse, porque llevaban haciéndolo durante los dos último años, en la cafetería. Ella estuvo puntualmente allí, con el mismo aspecto -prenda más, prenda menos- que había lucido aquel mismo sábado en compañía en su propia cama: los labios hinchados, el pelo suelto y una sonrisa encendida en la mirada.

Se pasó el momento, ella no había desayunado. Miraba la hora en su teléfono móvil y a cada mirada que le echaba, su ansiedad crecía, por la proximidad creciente del momento en el que habría tenido que sumergirse en redactar algún estúpido informe y por la ausencia de toda clase de señales suyas de vida.

Le había dado vueltas al asunto y había llegado a la conclusión de que siendo, como era, mayorcita, una estúpida aventura no era justificación para una ausencia. Se puso sus gafas de cerca y se recluyó en su cubículo. El trabajo intenso le habría hecho olvidar o por lo menos le habría adormecido cierta conciencia de lo sucedido, pero el trabajo no era intenso, era aburrido, tenue y repetitivo.

Al día siguiente, ella con el corazón en un puño, había esperado aún en la cafetería. Le robó diez minutos de vida a su trabajo con la esperanza de que pasara algo. Si él no llegaba… que cayera al menos un meteorito, ¡que fuera testigo de un atraco!
El trabajo seguía siendo aburrido y ni siquiera en siendo agotador habría bastado, podía apreciarlo.

El miércoles, después de llegar una hora antes a la cafetería y de haber leído todas las caras que habían cruzado esa calle, se le ocurrió buscar noticias en los periódicos: asesinados, muertos en accidentes de tráfico, buscados por la policía, amnésicos recluidos, personas en planes de protección de testigos… ¡No quería ir al registro civil! No quería buscarlo en su lugar de trabajo y desde luego no iba a marcar ese maldito número de teléfono.

El jueves, con la mirada aún en la calle, se convenció de que alguien estaba huyendo de ella y le quitó hierro al asunto. Se conocieron desayunando y aunque los dietistas dijeran que el desayuno era un plato fuerte, ella siempre se había conformado con un zumo de naranja o con un café. Él había demostrado ser una especie de criatura repugnante que no merecía un plato de comida hecha en el día, que no merecía una mirada que no fuera de asco. Se forzaba a borrarlo de su memoria y se explicaba a sí misma que no tenía sentido esperar a una vil rata como él. Por supuesto todo el asunto le molestaba y era estúpido negárselo a una misma… le dolía el alma, más que por habérsele deshecho un amante en la nada, por haber perdido a un amigo y por haber encontrado a alguien que le demostrara que el mundo era un lugar un poco peor de lo que ella había creído, y que no se tratara de un asesino en serie o de un político, sino de una persona en la que ella había creído. Se sentía profundamente desengañada, no ya por él, sino por lo hueco que había resultado estar todo, a pesar de la pátina de romanticismo del desayuno, de la pátina de confianza de la relación, del aparente respeto y del cariño.

El viernes, él la encontró en la barra de la cafetería. Ella atravesaba un periódico con la mirada casi perdida. Contra todo pronóstico no sujetaba el diario del revés, tan sólo leía un párrafo del papel y alternadamente, otro del disco rayado de su cabeza: el de su cabeza le hacía olvidar lo que había visto impreso, así que cada línea del periódico tenía que leerla por lo menos dos veces para asimilarla.

Él tenía una sonrisa tranquila. Se sentó a su lado y con toda naturalidad pidió al camarero lo que siempre había pedido, como si el viernes hubiese sido el primer día de la semana. Él le sonrió a ella, le dio un beso en la comisura de los labios y le preguntó por el aspecto desmejorado que tenía. Cuando ella reparó en él, se quedó bloqueada. No supo reaccionar.

En el mismo instante en el que leyó en la mirada de él una completa inocencia, en el que supo que allí no había maldad, sino simplemente... nada racional; en el mismo momento en el que comprendió que jamás podría relacionarse con una persona como él sin sufrir de forma desmesurada de pura incomprensión, se rompió en mil añicos.

El camarero sacó escoba y recogedor. Él, con una expresión un tanto atónita, lo despachó.

- Descuide, es mi amiga, ya la recojo yo.

Barrió el suelo y echó los pedazos en una bolsa de plástico. Se guardó en el bolsillo un poco de polvo de recuerdo.

Cuando los basureros se llevaron aquella misma noche los desperdicios de la cafetería, no sabían que un poco de la materia del universo se había desvanecido, violando una de las leyes fundamentales de la física, de lo estrictamente racional.

Él no se sorprendió cuando al lunes siguiente vio que su bolsillo se había quedado vacío. Habría pronunciado una disculpa pero sabía que ella ya no era ni siquiera un recuerdo. Le dolía que ocurrieran estas porque no era cierto que no tuviera alma. Marcó con una equis en rojo un calendario prácticamente sin usar y silbando una melodía, se ajustó la corbata para irse a trabajar.

3 Comments:

Anonymous Anónimo said...

Qué bonito, Álvaro.
En serio.


L.

23/10/05 03:07  
Blogger M. said...

Oh. Me gusta.

Hola L.

28/10/05 18:12  
Blogger Lince said...

si, precioso y o bien demuestra mucha empatía con (nosotros) los obsesivos o forma parte de nuestro selecto club.

solo quisiera decir que cuando he leido:
"En el mismo instante en el que leyó en la mirada de él una completa inocencia, en el que supo que allí no había maldad, sino simplemente... nada racional; en el mismo momento en el que comprendió que jamás podría relacionarse con una persona como él sin sufrir de forma desmesurada de pura incomprensión, se rompió en mil añicos."
me he quedado con sensación de desnudez; eso me ha pasado, exactamente así...

28/10/05 19:44  

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